“Las doce pruebas de Astérix” (en francés, Les Douze Travaux d’Astérix) es la tercera película animada creada por René Goscinny y Albert Uderzo, y la primera basada en un guion original de sus autores. Se estrenó en Francia el 20 de octubre de 1976 con una duración de aproximadamente 82 minutos.
Posiblemente una de las películas de animación más interesantes de los años 70, por la calidad de sus animaciones y el argumento original dentro del universo de estos simpáticos protagonistas. También, en mi caso, una de las películas que probablemente haya visto más veces en mi vida, hasta el punto de saber de memoria todos los gags de la misma.
La historia se sitúa en el año 50 a. C., tras una nueva derrota de las legiones romanas frente al pequeño poblado de los irreductibles galos. Convencido de que los habitantes del poblado (especialmente Astérix y Obélix) son en realidad seres divinos, Julio César les impone doce pruebas inspiradas en los trabajos de Hércules. Si los galos superan las pruebas, Julio César retirará sus tropas de la Galia.
A su estreno, la película fue un éxito de taquilla, vendiendo más de 9,4 millones de entradas sólo en Europa. La crítica destacó la madurez de la animación y el ingenio de los gags, aunque algunos críticos señalaron que la estructura en episodios rompía en ocasiones la fluidez narrativa. Con el tiempo, se convirtió en una película de culto dentro de la franquicia Astérix, alabado por su humor autorreferencial y sus guiños a la propia creación de Albert Uderzo y René Goscinny.
En 1978 Marcel Uderzo (hermano de Albert) adaptó la película a un cómic, aunque su distribución fue limitada. Más ampliamente divulgado fue un libro ilustrado de la película, traducido a varios idiomas, que permitió a nuevas generaciones descubrir estas aventuras fuera de la gran pantalla.
A continuación, haremos un repaso por las doce pruebas que Julio Cesar impuso a los galos para su liberación:
En esta primera prueba, que arranca bajo la supervisión de Caius Pupus, el árbitro designado por Julio César para garantizar la imparcialidad, Astérix debe competir contra Merinos, el campeón de los Juegos Olímpicos, en una carrera a pie. Merinos es presentado como el hombre más rápido del mundo, de origen griego y campeón de la Maratón, capaz de alcanzar velocidades extraordinarias.
Al sonar la señal, Merinos sale disparado impulsado por su orgullo de campéon. Durante la carrera, Astérix utiliza la poción mágica para mantener el ritmo, mientras que Obélix actúa como su entrenador y animador. La prueba se convierte en una competición de resistencia cuando ambos corredores dan varias vueltas al mundo, pasando por diferentes países y lugares emblemáticos.
Durante la competición, Astérix va regulando el ritmo con tanta holgura que se permite, sin prisa alguna, detenerse para recoger flores y champiñones a lo largo del camino. Incapaz de soportar la humillación, Mérinos despliega toda su energía, llega a superar la barrera del sonido —con el célebre “¡Boum!” incluido— y, lanzado como un cohete, acaba empotrado contra un manzano a pocos metros de la meta. Su melena griega yacen esparcidas por el suelo, mientras el pequeño Galo cruza la línea con gesto despreocupado y una sonrisa victoriosa
Finalmente, Astérix logra ganar la carrera gracias a su astucia y a los efectos de la poción mágica, dejando exhausto a Merinos.
Esta prueba es una clara parodia de las carreras atléticas y hace referencia al primer trabajo de Hércules, donde el héroe debía capturar al veloz León de Nemea. También sirve como introducción perfecta a la serie de desafíos, estableciendo el tono humorístico y fantástico que caracterizará al resto de las pruebas.
En esta segunda prueba, Astérix debe competir contra Kermès, un lanzador de jabalina persa conocido por su extraordinaria fuerza y precisión, célebre por su brazo derecho hipertrofiado. La escena se sitúa junto al mar, con Caius Pupus de árbitro.
Kermès, enseñando su único “músculo entrenado” (el brazo derecho), toma impulso y lanza su jabalina con tal fuerza que cruza el océano Atlántico y se incrusta en América del Norte, lo que provoca un alboroto entre las tribus nativas.
Sin aparente esfuerzo ni poción mágica, Obélix arroja su jabalina tan lejos que entra en una trayectoria orbital: da la vuelta completa a la Tierra y reaparece en el cielo, justo detrás de Kermès. Al ver cómo su propia arma regresa para perseguirle, el persa sale huyendo despavorido, huyendo de la jabalina. Gracias a este lanzamiento prodigioso de Obélix, la segunda prueba queda superada con facilidad, y los galos prosiguen su desafío hacia las siguientes tareas.
Esta prueba es una clara referencia satírica a las competiciones de lanzamiento de jabalina de los antiguos juegos olímpicos, y demuestra el característico humor absurdo de la serie, donde la lógica de la física se dobla ante la magia y el ingenio galo.
En la tercera prueba, Astérix y Obélix se enfrentan a Cilindric el Germano en un combate de lucha libre. Cilindric es presentado como un luchador profesional invencible, conocido por su técnica y fuerza brutal. El combate se desarrolla en un ring improvisado bajo el arbitraje de Caius Pupus.
Al sonar la señal, Cilindric se abalanza sobre Obélix y, con sorprendente agilidad, lo derriba repetidas veces usando palancas y llaves que dejan al galo mareado y tumbado en la arena. Obélix, confiado en su fuerza bruta, y sin tiempo a reacción, su masa se convierte en desventaja contra la técnica depurada del germano.
Viendo el atolladero, Astérix toma la iniciativa y pide a Cilindric que muestre de nuevo su llave más famosa, exigiendo una demostración paso a paso de sus movimientos. Cilindric repite la llave, enlaza sin querer sus propios brazos y piernas en nudos imposibles: cada movimiento para indicar “qué hacer” enreda más al alemán en su propio kimono.
Con Cilindric inmovilizado por sus propios enredos, Astérix lo sujeta de manera limpia y lo inmoviliza definitivamente, dando por superada la prueba. El pequeño galo ayuda a desatar al germano, quien reconoce la astucia de su oponente y concede la victoria con deportividad.
Así, la tercera prueba se resuelve gracias a la inteligencia táctica de Astérix más que al poder de la poción, demostrando que el ingenio puede más que la fuerza bruta entrenada.
En la cuarta prueba, Astérix y Obélix deben cruzar un lago en barca, pero a mitad de recorrido se topan con la famosa Isla del Placer, donde habitan unas enigmáticas sacerdotisas cuyas melodiosas voces ejercen un poder hipnótico sobre quien las escucha.
Al acercarse, los galos quedan completamente hechizados: las sacerdotisas los reciben con un número musical de corte claramente erótico, en el que bailan y cantan invitándolos a quedarse para siempre. Obélix, rendido ante tanta belleza, abandona el remo; Astérix, con gran esfuerzo, logra resistir el influjo durante unos instantes, pero pronto también se ve arrastrado al trance.
La salvación llega cuando Obélix, desencantado, suelta la frase clave: “¿Y los jabalíes?”, al descubrir que en toda la isla no hay ni un solo jabalí para asar. Al oírlo, ambos galos recobran la conciencia y, en un arrebato de energía, retoman los remos y abandonan la isla sin mirar atrás, dejando a las sacerdotisas atónitas y con la gran sacerdotisa exigiendo explicaciones por tan insólita elección.
Con esto, la prueba queda superada gracias al apetito inextinguible de Obélix demostrando una vez más que, para él, el amor al jabalí está por encima de cualquier tentación.
En la quinta prueba, Astérix y Obélix deben sobrevivir a la mirada hipnotizante de Iris el Egipcio, especialista en sugestión mental.
La prueba se celebra en un templo de estética faraónica, bajo la atenta mirada de Caius Pupus como árbitro. Iris, ataviado con túnica y sandalias, despliega un cetro con un espejo en la punta: su técnica consiste en obligar al contrincante a repetir la frase mágica “Soy un jabalí” mientras mantiene el contacto visual con él. Quien ceda a la sugestión y adopte comportamientos porcinos quedará automáticamente descalificado.
Iris fija su mirada en Astérix y pronuncia con voz hipnótica: “Repite conmigo: ‘¡Soy un jabalí!’”. Al principio, Astérix finge obedecer, realizando un fingido rugido y dando pequeños saltos. Obélix, al verlo, se huele la “trampa” y se aparta riendo. Iris insiste más fuerte, elevando el tono y el ritmo para quebrar la voluntad del galo.
Astérix, consciente de que cualquier muestra de complicidad podría condenarlo, comienza a interrumpir constantemente a Iris con preguntas absurdas: “¿Pero cuándo abrazaré al jabalí?”, “¿Tengo que gruñir o bastará con mugir?”, “¿Y si ya me como una patata, vale lo mismo?”. Cada distracción hace que Iris pierda el hilo de su propio hechizo y empiece a auto-formularse las preguntas.
Al verse incapaz de mantener la concentración, Iris termina hipnotizándose a sí mismo, recitando compulsivamente “Soy un jabalí” y balanceándose ante el espejo de su cetro hasta quedar fuera de combate. Obligado a romper el trance para no caer en la tentación, Iris se desploma extenuado y debe reconocer su derrota ante Astérix.
Gracias a su ingenio y capacidad de romper el ritmo hipnótico con humor y preguntas absurdas, Astérix supera la quinta prueba.
Sin duda mi prueba favorita. En la sexta prueba, Astérix y Obélix deben “finalizar la comida” preparada por Mannekenpix, el cocinero belga. La prueba se celebra en un amplio salón de banquetes levantado junto al campamento romano, con Caius Pupus como árbitro. Sobre largas mesas se van alineando, uno tras otro, los platos imaginados por el diminuto Mannekenpix, que promete un festín digno de dioses.
El cocinero emerge con un gorro desproporcionado y una charola rebosante de caracoles, perdices, faisanes, pescado, mariscos y elaborados entremeses. Cada plato es más exótico y abundante que el anterior, presentado como si fuesen simples “aperitivos” y con la promesa de que pronto llegarán los “platos principales”.
Con total naturalidad, Obélix se lanza a devorar todos los platos —desde los más humildes aperitivos hasta los guisos más sofisticados— sin desviarse ni un instante. Cree estar abriendo el apetito para futuras raciones, así que no para de comer. Astérix, por su parte, se mantiene de pie al margen, observando con asombro y comentando en voz baja cada nueva creación culinaria.
Harto de ver cómo sus platos desaparecen sin que Obélix pierda apetito, Mannekenpix admite la derrota y cesa la presentación de nuevos platos. Caius Pupus da por superada la prueba, reconociendo que sólo dioses podrían consumir tanto sin inmutarse, y otorga el triunfo a los galos.
Así, gracias al insaciable apetito de Obélix los héroes galos resuelven con humor y sencillez la sexta de las temibles pruebas impuestas por Julio César.
En la séptima prueba, Astérix y Obélix deben penetrar en “el antro de la Bestia”, una caverna siniestra en la que habita una criatura desconocida, y conseguir salir con vida. El árbitro Caius Pupus conduce a los dos héroes hasta la entrada de la cueva, advirtiéndoles que nadie sabe a ciencia cierta qué forma tiene la Bestia ni cómo enfrentarse a ella. El reto consiste únicamente en internarse lo suficiente como para ver (o escuchar) al monstruo… y regresar sano y salvo.
Ya en el interior, los galos atraviesan pasillos oscuros donde observan:
Cuando el gruñido atronador de la Bestia sacude la caverna, justo después de que los garganteos del estómago de Obélix delaten que “es la hora del almuerzo”, la escena se corta por una elipsis. Acto seguido, Astérix y Obélix aparecen ya fuera, sentados en la terraza de una posada mientras Caius Pupus les pregunta ansioso: — ¿Y la Bestia, cómo era? A lo que Obélix responde, impasible: — “Estaba buena” antes de pedir un digestivo, mostrando así que la criatura más temible de la prueba… ¡fue simplemente un suculento manjar para él!.
Con ingenio y buen apetito, los galos superan la séptima prueba sin enfrentarse directamente al monstruo, convirtiendo el peligro en broma y banquete.
En la octava prueba, Astérix y Obélix deben conseguir el formulario A-38 en la célebre “maison qui rend fou” (la “casa que enloquece”), un edificio administrativo diseñado para romper la paciencia de cualquiera.
El reto transcurre en un inmenso laberinto burocrático, presidido como siempre por Caius Pupus en calidad de árbitro. El objetivo es muy concreto: conseguir el formulario A-38, único documento que les permitirá dar por superada esta prueba.
Astérix y Obélix se adendran en el laberinto administrativo encontrándose con algunos personajes bastante peculiares:
Ante la frustración, Obélix sufre una violenta crisis de nervios: su “¡¿Otra vez por aquí?!” retumba en los pasillos. Mientras tanto, Astérix detecta que todos los funcionarios se aferran a circulares y circulitos fantasiosos. Decide entonces invocar un “formulario A-39” basado en la “circular B-65”, completamente inventados, exigiendo su búsqueda inmediata.
Al lanzarse tras este documento inexistente, el personal administrativo cae en una fiebre colectiva, revolviendo archivos, reclamando más sellos y discutiendo reglamentos imposibles. El sistema se colapsa: pasillos llenos de papeles volando, funcionarios desorientados e inútiles cadenas de sellos. Para restablecer el orden, el propio Préfet acaba cediendo y expide, con gesto compungido, el verdadero formulario A-38, ordenando a los galos abandonar el lugar antes de perder él mismo la razón.
Gracias a esta artimaña de Astérix —explotar la propia absurdidad del entramado administrativo— y pese al colapso psicotrópico de la “casa que enloquece”, los irreductibles galos superan la octava prueba.
En la serie de desafíos ideados por Julio César para someter a Astérix y Obélix, la novena prueba es, sin duda, de las más enigmáticas y simbólicas: atravesar un río caminando sobre una cuerda invisible. A primera vista, parece un reto de equilibrio o destreza física, pero pronto se revela como un ejercicio de voluntad y autodominio.
Los héroes galos llegan a un en el que no hay puente ni barca; tampoco se distingue cuerda alguna. En la orilla opuesta, Caius Pupus, el árbitro romano, traza la consigna: “Solo aquellos que consigan andar sobre la cuerda —aunque nadie la vea— podrán cruzar sin mancharse las sandalias.”
Para Obélix, curtido en saltos de una orilla a otra y en el uso de la fuerza bruta, la tarea no plantea misterio: si no hay cuerda, se cavila, mejor lanzarse al agua y nadar. Sin embargo, nadar implicaría “tocar” el agua, y cualquier inmersión cuenta como fracaso. Impaciente, Obélix abandona la orilla con gran brío y cae de cabeza al agua, protestando con indignación: “¡Pero si no hay cuerda! ¿Cómo quieren que cruce?” Para él, lo “invisible” no existe; Astérix, divertido, le arroja una rama para rescatarlo, mientras Obélix, empapado de pies a cabeza, sacude el agua de su capa. Caius Pupus anota: “Un intento, cero éxito”.
Astérix se planta en la orilla, atenazado por el silencio del río y el murmullo de la corriente. No bebe poción ni hace ademanes: se concentra, cierra los ojos un instante y da un paso al aire.
— “¿Ves la cuerda?” —le pregunta Obélix desde la orilla. — “Sí… aquí mismo” —responde Astérix con voz tranquila.
A partir de ese momento, sus pasos son firmes y mesurados. Cada ligero salto y cada apoyo palmario en el aire están marcados por la seguridad de quien no duda. La cámara imaginaria se acerca a sus pies: parecen flotar, sin tocar nada, en perfecta simetría. Al fondo, las olas baten las rocas, recordando el abismo que se abriría con un descuido.
En la mitad del trayecto, Astérix titubea. Por un instante, imagina la cuerda hundiéndose bajo sus pies y vuelve a mirar al agua. Un mínimo temblor asoma en su rostro. Entonces, pronuncia para sí mismo: “Confía en ti mismo… eso es todo.” Con esa autoafirmación, recupera el paso. Es el momento crucial: la prueba no premia al más fuerte ni al más rápido, sino al que vence la duda interna.
Al posar el pie en la otra orilla, Astérix alza las manos en señal de victoria. Obélix, ya seco, aplaude con entusiasmo y contención. Caius Pupus, sorprendido, declara: “Se concede la prueba. Aunque solo uno cruzara, ha quedado probado que la voluntad puede más que la materia.”
La novena prueba transmite un mensaje claro: a veces no es suficiente con la fuerza bruta o la evidencia tangible; creer en lo invisible y mantener la convicción interior puede resultar el camino más sólido. Mientras Obélix ríe y Astérix sonríe con humildad, la moraleja resuena: el mayor enemigo suele ser la propia mente.
El viento silbaba entre las cumbres heladas cuando Astérix y Obélix llegaron al pie de una montaña nevada, Allí los esperaba, una vez más, el incansable emisario imperial: Caius Pupus, con su túnica impecable y su expresión inmutable.
—Vuestra décima prueba —anunció— consistirá en ascender hasta la cima. Allí os aguarda el Venerable de la cumbre, un sabio místico que vive retirado en las alturas. Él os someterá a una prueba de sabiduría.
Obélix resoplaba, quejándose del frío, de las piedras afiladas, y de no haber traído un jabalí asado “por si acaso”. Astérix, como siempre, avanzaba decidido, pero sin dejar de ayudar a su amigo cada vez que resbalaba. Finalmente, tras horas de escalar, alcanzaron una meseta blanca donde un anciano de barba blanca como la nieve los aguardaba sentado sobre una roca.
El anciano dijo: —Os enfrentaréis a un dilema que ni Julio César ha podido resolver —dijo con voz grave—. Aquí tenéis tres montones de túnicas. Todas parecen iguales, pero una ha sido lavada con la esencia de los dioses, el legendario jabón celestial “Ju-pi-ter”. Debéis identificarla… con los ojos vendados.
Obélix soltó una carcajada. —¿Eso es todo? ¡Pues venga! Pero cuando se cubrieron los ojos, el reto cambió por completo. Privados de la vista, solo les quedaba el tacto. Palparon las túnicas una a una. La primera era rígida, como si aún estuviera húmeda y congelada. La segunda, blanda, casi sedosa. La tercera, áspera pero seca. Obélix, seguro de sí, eligió la primera: —¡Esta está durita! ¡Debe ser divina!
Astérix, más reflexivo, pasó una última vez las manos por la segunda pila. Percibía algo más: una suavidad envolvente, un aroma casi floral que no sabía si era real o imaginación. Señaló sin dudar: —Esta es.
El Venerable se levantó. Por primera vez sonrió: “Correcto.”
Entonces, el cielo se abrió. Un rayo descendió, sin tocar el suelo, y una música celestial brotó de las nubes. Y con voz de anuncio divino, el anciano canturreó: “¡Ju-pi-ter! El jabón de los dioses... ¡blanco como el trueno, suave como la luz!”
La prueba estaba superada. El anciano se despidió con una reverencia solemne y desapareció tras una ráfaga de nieve. Caius Pupus, desde un risco cercano, apuntó algo en su tablilla con expresión consternada.
Al caer el crepúsculo, Caius Pupus conduce a Astérix y Obélix hasta el terreno de la prueba: una vasta llanura cubierta de hierbajos secos, surcada por meandros de niebla baja y salpicada de antiguas ruinas medio sepultadas. La luna llena se alza pálida proyectando sombras largas y vacilantes. Un silencio denso lo envuelve todo… hasta que, al primer aullido del viento, empiezan los susurros.
Sobre las piedras rotas se alzan diminutas luminiscencias verdes, como luciérnagas hipnóticas que se reúnen en remolinos. Un grupo de legionarios caídos parece recitar en latín cánticos de derrota, con ecos que vienen de todas direcciones. Bajo la neblina aparecen siluetas que se deslizan lentamente, entre crujidos de maderas podridas y cadenas oxidadas.
Obélix, perplejo, quiere salir corriendo, pero Astérix le agarra del brazo: la prueba consiste en no huir hasta el amanecer.
A lo largo de la velada, los galos experimentan episodios escalofriantes:
Astérix mantiene la calma usando la lógica: golpea el suelo con su bastón para comprobar si hay eco físico, sopla su antorcha para dispersar la niebla y recalca en voz alta cada fenómeno (“Eso son polvos lumínicos, no fantasmas”).
Obélix, pese al miedo, se aferra a su torpeza inocente: cuando una calavera se acerca, él la mira con curiosidad y le ofrece un puñado de guijarros, lo que provoca que la calavera retroceda, desconcertada.
Ambos se alternan para no dormirse, turnándose los puestos de vigía, y conversan en voz alta hasta que el cansancio se convierte en anécdota cómica.
Con los primeros rayos del sol, la bruma se disipa. Las luces verdes se apagan, las voces se ahogan en el rocío, y los espectros se desvanecen en la nada, como si nunca hubieran existido.
Caius Pupus, que ha observado oculto desde un montículo cercano, desciende con aire de admiración contenida: —Habéis resistido toda la noche. La prueba queda superada.
Cuando la noche anterior a la prueba concluye, Caius Pupus aparece ante Astérix y Obélix con una invitación de lo más… llamativa: —Vuestra duodécima y definitiva prueba será sobrevivir a un día en el Circo Máximo. Salid de allí con vida, y habréis demostrado vuestro valor.
El inmenso circo, colmado de graderíos y decorado con trofeos de guerra, late ya con el bullicio de una mañana de juegos.
Nada más traspasar el umbral, los galos son rodeados por: aurigas desbocados, encumbrados en carros tirados por cuadrigas relucientes. Sus látigos silban al aire anunciando carreras suicidas y gladiadores musculosos, que hacen girar sus armas como si fueran látigos, presumiendo de victoria ante las fieras y la multitud.
La primera parte de la prueba consiste en una vuelta de honor en cuadriga. Los romanos alinean tres carros: uno para Obélix, otro para Astérix… y un tercero muy cargado de centuriones que fingen escoltarlos.
Al dar la señal, los carruajes salen despedidos. Obélix, que ha engullido un jabalí de un bocado antes de subirse, apenas cabe en el carro y su peso hace que las ruedas chirríen. Astérix, sin embargo, se mantiene firme, guiando con destreza los caballos que tiran de su carro.
Cuando llegan al primer giro, los centuriones intentan volcar a Obélix embistiendo su carro por la parte de atrás, pero él, con su famoso “¡Por Tutatis!”, se agarra a las riendas y frena en seco, enviando a los centuriones por los aires. Astérix, aprovechando la confusión, esquiva un carro enemigo con un derrape milagroso… y ambos completan la vuelta.
Tras la carrera, el suelo del Circo se convierte en arena de gladiadores. Dos enormes puertas se abren y de ellas emergen: un león furioso, rugiendo ante la multitud y un gladiador bárbaro apodado “El Martillo de Britania”, empuñando un mazo de hierro. Obélix, sin armadura, se planta en el centro y, con una sonrisa, alarga los brazos: —¡Venid!.
El bárbaro avanza, confiando en su fuerza. Astérix, por su parte, extrae su espada y se coloca junto a Obélix para cubrir la retaguardia.
El león arremete primero contra Obélix. Él lo esquiva con un quiebro y, de un solo puñetazo, lo manda contra las gradas, donde acaba en un montón de cojines y esclavos espantados. Al ver caer a su fiera y a su compañero, “El Martillo de Britania” suelta el mazo y sale corriendo, perseguido por el rugido mareado del león.
Creyendo que ya han vencido, los galos avanzan confiados… hasta llegar a una plataforma central que empieza a girar. Desde las barandas, clavos afilados y lanzas vuelan hacia ellos, mientras la plataforma incrementa su velocidad y los proyectiles se multiplican.
Astérix observa el mecanismo: las jaulas no giran por accidente, sino que un ingeniero romano controla la velocidad con una palanca oculta. En un salto calculado, aparta a Obélix y desactiva la palanca con la punta de su espada, deteniendo el giro.
Con la trampa inútil, la multitud rompe en vítores al ver que los “inmortales galos” siguen en pie. Caius Pupus emerge entre la arena levantando un estandarte: —¡Habéis sobrevivido al Circo Máximo! ¡Habéis superado las doce pruebas!
Obélix recoge un casco de centurión como trofeo, y Astérix, con gesto de satisfacción, recuerda: —Ahora sí podemos volver a la aldea… ¿y a comer jabalí?
La película, se puede ver completa en castellano desde YouTube: